miércoles, 14 de noviembre de 2012

Día de desierto y de huelga

Por fin llegó el día. La huelga ya está instalada en Barcelona y en el resto de España. Las calles parecen un desierto. Están vacías, sin motos y solas. No obstante, los balcones que presiden el Passeig de Gràcia parecen estar entretenidos. Contemplar una huelga desde las alturas debe ser fabuloso. Colocas una silla, te sientas y empiezas a devorar el movimiento gentil que, con pancartas y chillidos en alto, serpentea por la calle.

Recuerdo con nitidez los altercados que se produjeron en la última reivindicación. Contáiners ardiendo que ahogaban el aire con espeso y pestilente humo, mentes dispersas como agua en azúcar y otros tantos destrozos. Por unos momentos la ciudad estuvo en llamas. Los medios estuvieron saturados; las calles todavía más. La seguridad que habitualmente infunden los cuerpos de seguridad se transformó en miedo para los manifestantes. Redadas policiales se dispersaban por toda la urbe, al tiempo que los pocos comercios cuyas puertas se encontraban abiertas empezaban a bajar las persianas.

Así fue y así lo recordaré.

Sin embargo, hoy me inquieta que pueda volver a ocurrir semejante situación. Detesto que la barbarie impere en el seno del país. Las manifestaciones son para reivindicar derechos no para destrozar lo poco que nos queda. Porque es así, apenas tenemos para vivir como para permitirnos el lujo de despedazar las últimas piezas del puzzle.

Mientras escribo esto, una melodía chirriante se adentra en mis oídos. La orquesta es melancólica; los intérpretes aún más: sirenas de coches patrulla, gritos humanos y algún que otro golpe de origen vandálico. Por favor, no a los destrozos.

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