París,
un trocito de amor
y nosotros dos.
Quinientos puentes que aguardaban un beso de los nuestros
y el fulgor de trescientas estrellas encajonado en tu seno - y en el mío -.
Al fondo, la torre Eiffel y tras ella mil cartas de papel.
¿Te acuerdas?
Amor,
cariño,
vida,
sol,
hermosura,
belleza,
princesa,
¡Qué tiempos aquellos!
Aquellos en los que eras mi musa de principio a fin
y de verso a universo
y que te rendías de sueño tras el último verso
ese que siempre -quieras o no - acaba con un beso.
Pero lo mejor es que todo eso ocurrió en París
en ese entresijo de calles que huelen a nuevo pero saben a antiguo.
Y creímos que ese era el mejor momento para juramos amor eterno
y así lo hicimos bajo la sombra de esa torre metalizada
mientras la naturaleza clavaba su retina en nuestros corazones y gritaba: amor con amor.
Y ni tú ni yo entendimos esa afirmación ni si era el cariño el que nos vencía
o si éramos nosotros mismos enzarzados en un egocentrismo amoroso.
E inocentes perdidos nos dimos tantos besos como minutos transcurrieron
y desgastamos ese nombre
y nuestros nombres
y entonces bajábamos a dar alimento a los patos del río
y estos empezaban a aletear y a despedir sonidos estridentes
- sonidos de amor -
y nos reíamos y nos mirábamos
y nuestros corazones se tornaban uno
y nuestros sentimientos desaparecían en silencio.
Y caía la noche y salíamos a cenar
y a beber vinos de qualité y crêpes tremendamente empalagosas,
como tú y yo.
Y yo diría que nos quisimos
y bastante
y que nos lo dimos prácticamente todo - o todo -
y es que por nadie más volvería a ofrecer mi corazón.
Pero como todo,
nuestra historia se acabó
y las cenizas encerraron su encanto
y nos fuimos
y desaparecimos
y nos liberamos de París y de su mundo
y de nuestro mundo
y perdí parte de mi esencia
-aquella que me hiciste nacer-
pero hoy estoy feliz.
Feliz porque sé que sigues viva,
feliz porque siempre serás parte de mi vida.
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