Nos miramos como solo los enamorados saben hacerlo: diciéndonos todo y nada a la vez. Apenas nos conocíamos, sin embargo parecíamos saberlo todo sobre nosotros. Desde hacía dos años las mañanas se habían convertido en nuestro único objetivo. Era como si nos hubiéramos olvidado de que la belleza también entiende de otras vidas, para nosotros el día solo tenía un momento bello: cruzarnos en el semáforo, clavarnos la mirada y guiñarnos el ojo. Y así vivimos hasta que la monotonía decidió resucitar nuestras almas y salvar el amor que, ungido de polvo, presentaba nuestro corazón. Fue como un flechazo que nos atravesó piel, uña y venas, y tras el cual decidimos dar una vuelta de tuerca a la realidad y convertir todas aquellas miradas en sabor y caricia. Y es que la cordura también está para invertir en esas locuras que te hacen sentir vivo, ¿no?. Ese día aprendí que no vale la pena desperdiciar aquellos silencios que te abren el corazón.
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