viernes, 20 de julio de 2012

XVIII. Reloj de mano

Las agujas del reloj agilizan sus movimientos,
tic-tac, tic-tac, tic-tac,
giran y giran sin parar,
desvencijando corazones 
y almas perdidas.

Su murmullo es incesante,
como los tragos de
una aspiradora al lamer
hollín caducado, postrado
en alguna parte del salón.

El sonido es horroroso,
una explosión de metales,
retales de férreas piezas
que se entrelazan para no morir.

¿Qué sucede relojes?
¿Porqué destrozáis vuestro canto?
Vuestra estridencia corroe la pureza,
el silencio que meditan las piedras,
las tumbas y las sirenas.

Con vuestro paso aceleráis la corriente
que el río lleva a rienda suelta,
los peces se ahogan en sus burbujas
y las estrellas pintan figuras en la orilla. 

Las nubes tejen jirones
de azúcar chamuscado
y el viento escupe olor malo,
 ¿ gasolina putrefacta?
No, eso no. Figuras devastadas.

Muerte del rey del movimiento,
de arena que se desgrana en pedazos,
de locas flechas que rotan temblando
y que anuncian un fin, tal vez, inesperado.

1.
2.
3.
4.
5.
6.

¡STOP!
¡Relojes, respirad, por favor!

7.
8.
9.
10.
11.
12.

Luz apagada en el recibidor,
calles envueltas de espanto,
ocaso de los dioses en modo mundano,
réquiem por un condenado.

Condenado a vivir 
a una mano atado;
condenado a morir
ahogado en un mar de llanto,
de metales que mueren de utilidad,
de basura que pierde su canto.

Ha fallecido un maestro
y yo no me había dado ni cuenta.
Es mi reloj, mi reloj, mi reloj.
Mi reloj, querido reloj de mano.









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