El sol se apaga y junto a él huye hasta la última bombilla de la casa. Estás completamente a oscuras y ya no existen velas capaces de avivar esa pequeña llama de felicidad que quedaba en ti. Te sientes solo y también vacío, hueco, inerte. Una sensación extraña cala hasta el último hueso de tu cuerpo. Por un momento te consideras parte de ese laberinto llamado soledad. No obstante tan pronto como adentras el primer pie vuelves a sacarlo, y no porque no te guste estar solo sino porque sabes que cuando cae la noche las heridas vuelven a gritar con fuerza. Empiezas a correr y también a chillar, pero no hay nadie que acuda en tu ayuda. Parece que se han agotado los salvavidas para ti.
Nada.
Todo tu mundo se reduce a la nada.
Te empiezas a sentir peor, tus ojos pierden los ángulos de visión y tus manos, piernas, lengua, cabeza, cabello se convierten en un pesadísimo saco de polvo.
Un sinfín de nombres empiezan a revolotear por tu alma. Tratas de dormir, pero crees imposible que los sueños venzan esta batalla hasta que caes desfallecido ante la almohada y te dejas arropar por ese ejército de minúsculas alegrías y descansas. Sí, descansas mucho e incluso demasiado con el fin de machacar esa masa de miedo y de soledad que minutos antes te estaba acosando vilmente. Y te despiertas a las cinco de la madrugada y te sientes completamente exhausto, pero estás feliz. Feliz porque sabes que vuelves a vivir y porque de una vez por todas te das cuenta que soñar es otra forma de vivir.
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